Eucaristía: Cautivo del amor
Hay un Prisionero en una cárcel pequeña, el cautivo es Rey de reyes, Señor de señores.
El Sagrario: cárcel de amor que eligió Jesús para quedarse con nosotros.
Hay un Prisionero en una cárcel pequeña, El cautivo es Rey de reyes, Señor de señores. La cárcel menuda es el Sagrario: cárcel de amor es llamada (B. Josemaría Escrivá, Forja, 827), porque de amor es el delito.
Siendo Dios, vino a ser hombre. Eterno, asumió el tiempo. Inmutable, quiso padecer. Omnipotente, quedó inerme sobre el heno de un pesebre de Belén. Todopoderoso, y fugitivo, cruzó desiertos de amor llenos de arena. Creador del Universo, trabajó con fatiga largos años en el taller de José. Inmenso, anduvo incansable, paso a paso, los caminos de Palestina. Gruesas gotas de sangre manaron de su piel hasta el suelo de Getsemaní. Se entregó porque quiso -quia ipse voluit- a una flagelación cruel, a la coronación de espinas, se abrazó a una cruz, y se dejó clavar en ella, entre dos ladrones y los insultos blasfemos de criaturas suyas. Todo sin necesidad, por puro amor, para redimir los pecados de todos y cada uno de los hombres y abrirles las puertas del Paraíso.
«Bajo las especies de pan y vino está Él, realmente presente con su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad. Así, juntándose un infinito amor, ¿qué había de conseguirse sino el mayor milagro y la mayor maravilla» (Juan Pablo II, Homilía, 9-VII-1980).
¿Puede decirse que es «justo» que estés ahí, Cristo, en tu cárcel, inerme, más aún que en Belén, que en Nazaret y el Calvario? Pues sí, digo que es justo, justísimo, porque nos has robado el corazón, y lo has hecho hasta con «alevosía». ¿Por qué te has excedido tanto en tu amor? ¿Por qué nos amas así, con esa locura increíble? ¿No bastaba una sola gota de tu Sangre para redimir mil millones de mundos? ¿No bastaba uno sólo de tus suspiros? ¿Acaso no era suficiente tu sola Encarnación en el seno virginal de María Santísima? ¿Por qué tanto dolor, por qué tanto tormento, por qué...?
¡Es justo, Señor, que ahora estés ahí, cautivo en tu pequeña cárcel oscura! ¡Nos has robado el corazón! Es justo, con esa justicia maravillosa que -en la sublime sencillez divina- se funde con el amor, la misericordia, la generosidad, la verdad, la libertad, la belleza, la armonía, la alegría... ¡Es justo que estés preso porque amas infinitamente, porque te has excedido, y todo exceso debe pagarse! Tú lo expías en el Sagrario.
Lo que no es justo en modo alguno es que yo me quede indiferente, o que te olvide y pase horas sin recordar tu amorosa cautividad. No es justo que pase un sólo día sin visitarte en el Sagrario, al menos una vez. No es justo que el Sagrario no sea el imán de mis pensamientos, palabras y obras. No es justo que, habiéndome robado Tú mi corazón, no esté donde está mi tesoro. Por eso renuevo ahora mi propósito de centrar entera mi vida en tu cárcel de amor. Y. siempre que pueda, aunque sean breves instantes, iré a visitarte, para decir: Adoro te devote, latens Deitas, te adoro con devoción Dios escondido (Himno Adoro te devote). Con una genuflexión pausada, iba a decir «solemne». Adoro tu presencia real -sub his figuris- bajo las apariencias del pan, donde no hay más pan que tu sustancia: tu Cuerpo, tu Sangre, tu Alma humana, tu Divinidad, con el Padre y el Espíritu Santo.
EL MILAGRO DE LOS MILAGROS
Aquí está el milagro de los milagros, misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo (B. Josemaría, Conversaciones, n. 113): Dios Uno y Trino, la Encarnación del Verbo, la Redención de la humanidad, la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección, la glorificación eterna...
Tibi se cor meum totam subiicit: mi corazón se somete a Ti por entero, ¡es tuyo! ¡Me lo has robado! Quia te contemplans totum deficit, contemplándote se rinde, pierde toda otra razón de su latir. No podría ser de otro modo, cuando se oye el eco de aquella canción:
Corazones partidos
yo no los quiero;
y si le doy el mío,
lo doy entero
Si Tú me das el tuyo entero, ¿qué podría hacer yo con el mío? Hoy, en la Misa, te me has dado todo. Ahora sólo cabe una palabra: ¡gracias! Aquí estoy para servirte; totus tuus ego sum!, soy enteramente tuyo.
Visus, tactus, gustus in te fallitur: la vista, el tacto, el gusto, no alcanzan a percibirte, pero me basta el oído para saber con absoluta certeza que estás ahí: «Esto es mi Cuerpo», «Esta es mi Sangre...» Nada hay más verdadero que tu palabra todopoderosa, capaz de realizar el milagro de los milagros.
En estas Visitas al Santísimo, quizá breves, siempre demasiado breves -es inevitable-, se enciende la fe, y con la fe, la esperanza y el amor. Creo y proclamo verdadera tu Humanidad Santísima y tu Divinidad inefable: ambo tamen credens atque confitens. Y con la fe encendida como el sol saliente de un limpio amanecer, peto quod petivit latro penitens: «He repetido muchas veces aquel verso del himno eucarístico: peto quod petivit latro penitens, y siempre me conmuevo: ¡pedir como el ladrón arrepentido!» (B. Josemaría Escrivá, Via crucis, XII, 4).
¿Qué pidió aquel hombre de azarosa vida que moría en otra cruz junto a Cristo?: ¡acuérdate de mí cuando estés en tu Reino!. «Reconoció que él sí merecía aquél castigo atroz... Y con una palabra robó el corazón a Cristo y se abrió las puertas del Cielo» (Ibid.)
Con una palabra. También esto es «justo», Señor: si Tú me has robado el corazón, es justo que yo te robe el tuyo. ¡Es tan fácil!: «A Jesús le basta una sonrisa, una palabra, un gesto, un poco de amor para derramar copiosamente su gracia en el alma del amigo» (Ibid.). ¿Ves ahora mi corazón contrito, rendido, convertido, vertido hacia Ti con todas las fibras de su ser? Pues, ¡acuérdate de mí ahora que estás en tu Reino!. Yo te abro las puertas de mi pecho; Tú me abres las del tuyo inmenso, las puertas del Reino del Amor.
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