Podcast Antonio Pacios MSC

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lunes, 30 de mayo de 2011

MARÍA PROCLAMA LA GRANDEZA DEL SEÑOR POR LAS OBRAS QUE HA HECHO EN ELLA

De las Homilías de san Beda el Venerable, presbítero
 (Libro 1, 4: CCL 122, 25-26, 30)
    
 Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador. Con estas palabras, María reconoce en primer lugar los dones singulares que le han sido concedidos, pero alude también a los beneficios comunes con que Dios no deja nunca de favorecer al género humano.
 
 Proclama la grandeza del Señor el alma de aquel que consagra todos sus afectos interiores a la alabanza y al servicio de Dios y, con la observancia de los preceptos divinos, demuestra que nunca echa en olvido las proezas de la majestad de Dios.
 
 Se alegra en Dios su salvador el espíritu de aquel cuyo deleite consiste únicamente en el recuerdo de su creador, de quien espera la salvación eterna.
 
 Estas palabras, aunque son aplicables a todos los santos, hallan su lugar más adecuado en los labios de la Madre de Dios, ya que ella, por un privilegio único, ardía en amor espiritual hacia aquel que llevaba corporalmente en su seno.
 
 Ella con razón pudo alegrarse, más que cualquier otro santo, en Jesús, su salvador, ya que sabía que aquel mismo al que reconocía como eterno autor de la salvación había de nacer de su carne, engendrado en el tiempo, y había de ser, en una misma y úrica persona, su verdadero hijo y Señor.
 
 Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. No se atribuye nada a sus méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la libre donación de aquel que es por esencia poderoso y grande, y que tiene por norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes.
 
 Muy acertadamente añade: Su nombre es santo, para que los que entonces la oían y todos aquellos a los que habían de llegar sus palabras comprendieran que la fe y el recurso a este nombre había de procurarles, también a ellos, una participación en la santidad eterna y en la verdadera salvación, conforme al oráculo profético que afirma: Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará, ya que este nombre se identifica con aquel del que antes ha dicho: Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.
 
 Por esto se introdujo en la Iglesia la hermosa y saludable costumbre de cantar diariamente este cántico de María en la salmodia de la alabanza vespertina, ya que así el recuerdo frecuente de la encarnación del Señor enardece la devoción de los fieles y la meditación repetida de los ejemplos de la Madre de Dios los corrobora en la solidez de la virtud. Y ello precisamente en la hora de Vísperas, para que nuestra mente, fatigada y tensa por el trabajo y las múltiples preocupaciones del día, al llegar el tiempo del reposo, vuelva a encontrar el recogimiento y la paz del espíritu.

sábado, 28 de mayo de 2011

EL ALELUYA PASCUAL

De los Comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos
 (Salmo 148, 1-2: CCL 40, 2165-2166)

 Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos; y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos, gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo, hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza.
 
 Por razón de estos dos tiempos -uno, el presente, que se desarrolla en medio de las pruebas y tribulaciones de esta vida, y el otro, el futuro, en el que gozaremos de la seguridad y alegría perpetuas-, se ha instituido la celebración de un doble tiempo, el de antes y el de después de Pascua. El que precede a la Pascua significa las tribulaciones que en esta vida pasamos; el que celebramos ahora, después de Pascua, significa la felicidad que luego poseeremos. Por tanto, antes de Pascua celebramos lo mismo que ahora vivimos; después de Pascua celebramos y significamos lo que aún no poseemos. Por esto, en aquel primer tiempo nos ejercitamos en ayunos y oraciones; en el segundo, el que ahora celebramos, descansamos de los ayunos y lo empleamos todo en la alabanza. Esto significa el Aleluya que cantamos.
 
 En aquel que es nuestra cabeza, hallamos figurado y demostrado este doble tiempo. La pasión del Señor nos muestra la penuria de la vida presente, en la que tenemos que padecer la fatiga y la tribulación, y finalmente la muerte; en cambio, la resurrección y glorificación del Señor es una muestra de la vida que se nos dará.
 
 Ahora, pues, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y, así, todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones.
 
 En efecto, lo alabamos ahora, cuando nos reunimos en la iglesia; y, cuando volvemos a casa, parece que cesamos de alabarlo. Pero, si no cesamos en nuestra buena conducta alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que a él le place. Si nunca te desvías del buen camino, aunque calle tu lengua, habla tu conducta; y los oídos de Dios atienden a tu corazón. Pues, del mismo modo que nuestros oídos escuchan nuestra voz, así los oídos de Dios escuchan nuestros pensamientos.

lunes, 23 de mayo de 2011

Benedicto XVI: “Dios se puede ver, es visible en Cristo”



Dios no es invisible, "Dios ha mostrado su rostro", ha dicho hoy Benedicto en su reflexión en la oración mariana del Regina Coeli, inspirado en el evangelio de san Juan (14,1-12) del V Domingo de Pascua. En ese momento Jesús responde a Felipe: "Quien me ha visto a mi ha visto al Padre". "El nuevo testamento ha puesto fin a la invisibilidad del Padre", afirmó el Papa "Dios se puede ver, es visible en Cristo".
Este Jesús que, con su encarnación, muerte y resurrección nos libera de la esclavitud del pecado para donarnos la libertad de los hijos de Dios "nos ha hecho conocer un rostro de Dios que es amor". Este Dios amor construye solo poco a poco su historia en la historia grande de la humanidad, porque "es propio del misterio de Dios actuar de modo humilde". Se hace hombre pero de modo que puede llegar a ser ignorado por sus contemporáneos, de las fuerzas autorizadas de la historia. "Resucitado, quiere llegar a la humanidad solamente a través de la fe de los suyos a quienes se manifiesta. Continuamente Él toca humildemente a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, lentamente nos hace capaces de "ver"…"
Solo creyendo en Cristo, permaneciendo unidos a Él, sus discípulos, entre los cuales estamos también nosotros, podemos continuar su acción permanente en la historia: "Quien cree en mí, también Él hará las mismas obras que yo" j. GO – RV
Palabras del Papa a los peregrinos de lengua española
Traducción completa del texto italiano
"Queridos hermanos y hermanas: El Evangelio de este domingo, el Quinto de Pascua, propone un doble mandamiento sobre la fe: creer en Dios es creer en Jesús. El Señor, de hecho, dice a sus discípulos: «Crean en Dios y crean en mí » (Jn 14,1). No son dos actos separados, sino un único acto de fe, la plena adhesión a la salvación actuada por Dios Padre mediante su Hijo Unigénito. El Nuevo Testamento ha puesto fin a la invisibilidad del Padre. Dios ha mostrado su rostro, como confirma la respuesta de Jesús al apóstol Felipe: «Quien me ha visto a mi, ha visto al Padre» (Jn 14,9). El Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, nos ha librado de la esclavitud del pecado para donarnos la libertad de los hijos de Dios y nos ha hecho conocer el rostro de Dios, que es amor: Se puede ver a Dios, es visible en Cristo. Santa Teresa de Ávila escribe que «no debemos alejarnos de aquello que constituye todo nuestro bien y nuestro remedio, o sea de la santísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo» (Castello interiore, 7, 6: Obras Completas, Milán 1998, 1001). Por lo tanto sólo creyendo en Cristo, permaneciendo unidos a El, los discípulos, entre los cuales también estamos nosotros, pueden continuar su acción permanente en la historia: « Les aseguro – dice el Señor –: quien cree en mí, hará las obras que yo hago» (Jn 14,12).
La fe en Jesús implica seguirlo cotidianamente, en las simples acciones que componen nuestra jornada. « Es propio del misterio de Dios actuar de manera humilde. Sólo lentamente El construye en la gran historia de la humanidad su historia. Se convierte en hombre pero de manera de poder ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas autorizadas de la historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad sólo a través de la fe de los suyos, a quienes se manifiesta. Continuamente El toca humildemente a la puerta de nuestros corazones y, si le abrimos, lentamente nos hace capaces de "ver"» (Jesús de Nazaret II, 2011, 306). San Agustín afirma que «era necesario que Jesús dijera: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), para que una vez conocido el camino, se conociese la meta» (Tractatus in Ioh., 69, 2: CCL 36, 500), y la meta es el Padre. Para los cristianos, para cada uno de nosotros, el Camino al Padre es dejarse guiar por Jesús, por su palabra de Verdad, y acoger el don de su Vida. Hagamos nuestra la invitación de San Buenaventura: «Por tanto abre los ojos, sé todo oído espiritual, abre tus labios y dispón tu corazón, para que tu puedas en todas las verdaderas criaturas, escuchar, alabar, amar, venerar, glorificar, honrar a tu Dios» (Itinerarium mentis in Deum, I, 15).
Queridos amigos, el compromiso de anunciar a Jesucristo, "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), constituye la tarea principal de la Iglesia. Invocamos la Virgen María para que asista siempre a los Pastores y a cuantos en los diversos ministerios anuncian el feliz Mensaje de salvación, para que la Palabra de Dios se difunda y el numero de los discípulos se multiplique (cfr At 6,7)." R. Cabrera – Radio Vaticano

domingo, 15 de mayo de 2011

EL ESPÍRITU ES EL QUE DA LA VIDA

Sal 22,1-3a.3b-4.5

 R/. El Señor es mi pastor, nada me falta

 El Señor es mi pastor, nada me falta:
 en verdes praderas me hace recostar,
 me conduce hacia fuentes tranquilas
 y repara mis fuerzas. R/.

 Me guía por el sendero justo,
 por el honor de su nombre.
 Aunque camine por cañadas oscuras,
 nada temo, porque tú vas conmigo:
 tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.

 Preparas una mesa ante mí,
 enfrente de mis enemigos;
 me unges la cabeza con perfume,
 y mi copa rebosa. R/.

 Tu bondad y tu misericordia me acompañan
 todos los días de mi vida,
 y habitaré en la casa del Señor
 por años sin término. R/.

Del Libro de san Basilio Magno, obispo, Sobre el Espíritu Santo
 (Cap. 15, núms. 35-36: PG 32, 130-131)
 
 EL ESPÍRITU ES EL QUE DA LA VIDA
 
 El Señor, que es quien nos da la vida, estableció para nosotros la institución del bautismo, símbolo de muerte y de vida: por el agua es representada la muerte y por el Espíritu se nos dan las arras de la vida.
 
 El bautismo tiene una doble finalidad: la destrucción del cuerpo de pecado, para que no fructifiquemos ya más para la muerte, y la vida en el Espíritu, que tiene por fruto la santificación; por esto el agua, al recibir nuestro cuerpo como en un sepulcro, suscita la imagen de la muerte; el Espíritu, en cambio, nos infunde una fuerza vital y renueva nuestras almas, pasándolas de la muerte del pecado a la vida original. Esto es lo que significa renacer del agua y del Espíritu, ya que en el agua se realiza nuestra muerte y el Espíritu opera nuestra vida.
 
 Con la triple inmersión y la triple invocación que la acompaña se realiza el gran misterio del bautismo, en el que la muerte halla su expresión figurada y el espíritu de los bautizados es iluminado con el don de la ciencia divina. Por tanto, si alguna virtualidad tiene el agua, no la tiene por su propia naturaleza, sino por la presencia del Espíritu. Porque el bautismo no es remoción de las manchas del cuerpo, sino la petición que hace a Dios una buena conciencia. Y para prepararnos a esa nueva vida, que es fruto de su resurrección, es por lo que el Señor nos propone toda la doctrina evangélica: que no nos dejemos llevar por la ira, que soportemos los males, que no vivamos sojuzgados por la afición a los placeres, que nos libremos de la preocupación del dinero; todo esto nos lo manda para inducirnos a practicar aquellas cosas que son connaturales a esa nueva vida.
 
 Por el Espíritu Santo se nos restituye en el paraíso, por él podemos subir al reino de los cielos, por él obtenemos la adopción filial, por él se nos da la confianza de llamar a Dios con el nombre de Padre, la participación de la gracia de Cristo, el derecho de ser llamados hijos de la luz, el ser partícipes de la gloria eterna y, para decirlo todo de una vez, la plenitud de toda bendición, tanto en la vida presente como en la futura; por él podemos contemplar como en un espejo, cual si estuvieran ya presentes, los bienes prometidos que nos están preparados y que por la fe esperamos llegar a disfrutar. En efecto, si tales son las arras, ¿cuál no será la plena posesión? Y si tan valiosas son las primicias, ¿cuál no será su total realización?

sábado, 7 de mayo de 2011

Benedicto XVI inicia un ciclo de catequesis sobre la oración cristiana

Por SIC el 5 de mayo de 2011
 
El Papa Benedicto XVI ha comenzado este miércoles un ciclo de catequesis sobre el tema de la oración para los cristianos.
Dirigiéndose a los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro, el Papa explicó que comenzando por este miércoles y “siguiendo la Sagrada Escritura, la gran tradición de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad, de la liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, como si fuera una especie de Escuela de Oración”.
“Sabemos -dijo- que no hay que dar por descontada la oración: debemos aprender a orar, adquirir de nuevo esta arte; incluso los que están muy avanzados en la vida espiritual siempre sienten la necesidad de estar en la escuela de Jesús para aprender a rezar con autenticidad”.
Benedicto XVI propuso en esta primera catequesis algunos ejemplos de oración presentes en las culturas antiguas, “para poner de relieve cómo, casi siempre y en todas partes se han dirigido a Dios. En el antiguo Egipto, por ejemplo, un ciego, pidiendo a la divinidad que le devuelva la vista, testimonia algo universalmente humano, como la oración de petición simple y pura de quien sufre”.
“En las obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, aún hoy, después de veinticinco siglos leídas, meditadas y representadas, hay oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad”.
El Papa subrayó que “en cada oración se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que por una parte experimenta cierta debilidad e indigencia, y por tanto pide ayuda al cielo, y por otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque al prepararse para acoger la Revelación divina, descubre que es capaz de entrar en comunión con Dios”.
“El hombre de todos los tiempos reza porque no puede dejar de preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que sigue siendo oscuro y desconsolador, si no se poner en relación con el misterio de Dios y de su designio para el mundo. La vida humana es una mezcla de bien y de mal, de sufrimiento inmerecido y de alegría y belleza, que de forma espontánea e irresistible nos impulsa a pedir a Dios la luz y la fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya más allá de los límites de la muerte”.
Benedicto XVI terminó pidiendo al Señor que “al comienzo de nuestro camino en la Escuela de Oración, ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que la relación con Él en la oración sea siempre más intensa, afectuosa y constante. Una vez más, digámosle: “¡Señor, enséñanos a orar!”.

martes, 3 de mayo de 2011

LA PREDICACIÓN APOSTÓLICA

Del Tratado de Tertuliano, presbítero, Sobre la prescripción de los herejes
(Cap. 20, 1-9; 21, 3; 22, 8-10: CCL 1, 201-204)

Cristo Jesús, nuestro Señor, durante su vida terrena, iba enseñando por sí mismo quién era él, qué había sido desde siempre, cuál era el designio del Padre que él realizaba en el mundo, cuál ha de ser la conducta del hombre para que sea conforme a este mismo designio; y lo enseñaba unas veces abiertamente ante el pueblo, otras aparte a sus discípulos, principalmente a los doce que había elegido para que estuvieran junto a él, y a los que había destinado como maestros de las naciones.

Y así, después de la defección de uno de ellos, cuando estaba para volver al Padre, después de su resurrección, mandó a los otros once que fueran por el mundo a adoctrinar a los hombres y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Los apóstoles -palabra que significa «enviados»-, después de haber elegido a Matías, echándolo a suertes, para sustituir a Judas y completar así el número de doce (apoyados para esto en la autoridad de una profecía contenida en un salmo de David), y después de haber obtenido la fuerza del Espíritu Santo para hablar y realizar milagros, como lo había prometido el Señor, dieron primero en Judea testimonio de la fe en Jesucristo e instituyeron allí Iglesias, después fueron por el mundo para proclamar a las naciones la misma doctrina y la misma fe.

De modo semejante, continuaron fundando Iglesias en cada población, de manera que las demás Iglesias fundadas posteriormente, para ser verdaderas Iglesias, tomaron y siguen tomando de aquellas primeras Iglesias el retoño de su fe y la semilla de su doctrina. Por esto también aquellas Iglesias son consideradas apostólicas, en cuanto que son descendientes de las Iglesias apostólicas.

Es norma general que toda cosa debe ser referida a su origen. Y, por esto, toda la multitud de Iglesias son una con aquella primera Iglesia fundada por los apóstoles, de la que proceden todas las otras. En este sentido son todas primeras y todas apostólicas, en cuanto que todas juntas forman una sola. De esta unidad son prueba la comunión y la paz que reinan entre ellas, así como su mutua fraternidad y hospitalidad. Todo lo cual no tiene otra razón de ser que su unidad en una misma tradición apostólica.

El único medio seguro de saber qué es lo que predicaron los apóstoles, es decir, qué es lo que Cristo les reveló, es el recurso a las Iglesias fundadas por los mismos apóstoles, las que ellos adoctrinaron de viva voz y, más tarde, por carta.

El Señor había dicho en cierta ocasión: Tendría aún muchas cosas que deciros, pero no estáis ahora en disposición de entenderlas; pero añadió a continuación: Cuando venga el Espíritu de verdad, os conducirá a la verdad completa; con estas palabras demostraba que nada habían de ignorar, ya que les prometía que el Espíritu de verdad les daría el conocimiento de la verdad completa. Y esta promesa la cumplió, ya que sabemos por los Hechos de los apóstoles que el Espíritu Santo bajó efectivamente sobre ellos.

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